La prensa habla del restaurante
Pajares Salinas
Pajares Salinas: el mejor restaurante de la ciudad
Revista Semana

Al cumplir 63 años, Pajares Salinas recibió el premio como el restaurante más sobresaliente de Bogotá, un reconocimiento justo a los herederos del chef Saturnino
Pajares Salinas el restaurante más sobresaliente de Bogotá Zuleima y José Augusto Pajares continuaron el legado de su padre
Hace algo más de seis décadas abrió sus puertas uno de los restaurantes más antiguos de Bogotá: Pajares Salinas. Desde entonces su fundador, Saturnino Pajares, vivió para que su establecimiento ofreciera a los comensales más exigentes la mejor oferta gastronómica y un servicio de primera clase. Y efectivamente, su perseverancia y tesón hicieron que su legado permaneciera en el tiempo hasta convertirse en lo que es hoy: el mejor restaurante de Bogotá según la revista Cocina Semana.
Corrían los años cincuenta cuando Pajares llegó de su natal España con el ánimo de tener su propio negocio. El sueño se materializó en primera instancia en el centro de la ciudad, en la carrera 6 con 21, donde tuvo gran acogida y fama. Años más tarde se trasladó al norte, a la calle 86 con 11, y hace un poco más de 30 años se asentó en el lugar donde se encuentra hoy, en la carrera 10 con calle 96.
Hoy, Zuleima y José Augusto Pajares, hijos del fundador, llevan las riendas del negocio y dedican todo su tiempo a mantener intactas las deliciosas recetas y el buen servicio que siempre caracterizó al restaurante fundado por su padre. “Nuestra carta es casi igual a la de hace 63 años, ha cambiado muy poco. De hecho, algunos clientes dicen que los callos a la madrileña que se comían hace 60 años son los mismos de hoy”, dice Zuleima.
José Augusto es el jefe de cocina, responsable de que las reconocidas preparaciones españolas como los riñones al jerez y la salsa riojana queden a punto. Zuleima lleva los temas administrativos, las relaciones públicas y el servicio, este último, una de las principales razones para la permanencia del lugar en el tiempo. Los Pajares aseguran que sus clientes son su tesoro. Llegan a conocerlos tanto –afirman– que saben con exactitud dónde se sientan regularmente, cuál es su orden y hasta cómo prefieren que les sirvan el whisky. “En 63 años este lugar ha visto entrar y salir, triunfar y cerrar muchísimos restaurantes en la ciudad. Ahora sí que estamos en una movida gastronómica y una muy especializada en todo lo español; sin embargo, nosotros seguimos vivos y no con tres o cuatro clientes, este restaurante siempre está lleno”, recalca ella.
Pese al paso del tiempo, el sitio sigue siendo el predilecto de muchas personalidades de la vida política, económica y social para reunirse. De hecho, los Pajares se sienten orgullosos de continuar y dignificar la herencia de su padre, quien nunca los presionó para mantener el negocio familiar. Ni Zuleima ni José se arrepienten de haber elegido convertirse en la segunda generación de Pajares Salinas, y de posicionar su proyecto de vida como el más importante de los 25 mejores restaurantes de la ciudad.
Los jurados
Cocina Semana visitó 25 locales por medio de inspectores anónimos que pagaron su cuenta. Durante tres meses, estas personas estuvieron analizando hasta los más mínimos detalles que componen la experiencia de un restaurante. Así las cosas, no entregaron un premio de recordación ni de percepción, sino de experiencias reales y directas.
De Pajares Salinas, todos los jurados coincidieron en que la calidad de los ingredientes utilizados era excelente. El sabor, sazón y equilibrio de sabores, impecable. Que existía cuidado en cada sabor y muy buen balance. Recalcaron que el servicio y la atención fueron de primera. El resultado habla incluso del comedor clásico, las flores frescas y hasta el jabón de buena calidad, así como la presentación de los meseros, su conocimiento sobre la carta, entre otros factores.
En su orden, los mejores cinco restaurantes fueron Pajares Salinas, Rafael, Gamberro, Harry Sasson y Salvo Patria.
Pajares Salinas fue elegido el mejor restaurantes
La Republica

Este ranking, que surgió del trabajo hecho por un grupo de seis inspectores anónimos, quienes realizaron una selección rigurosa de la gastronomía de la capital con 50 ítems de evaluación, lo lidera Pajares Salinas. “Uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad que sigue vigente gracias a la calidad de la cocina y su servicio”, indicaron en el comunicado.
Le sigue en segundo lugar, Rafael, de Rafael Osterling, quien ofrece comida peruana; y cierra en el tercer lugar Gamberro. “Su chef, uno de los más reconocidos de España, diseñó un innovador menú de inspiración mediterránea”, explicaron.
El top 5 lo completan Harry Sasson, del cual destacaron que su chef “lleva más de 25 años elevando los estándares de la gastronomía en Bogotá”; y completa Salvo Patria, del que dijeron es “una cocina que cree en los procesos artesanales y en los pequeños productores colombianos”.
El ranking lo completan los restaurantes: Osk Cocina Nikkei, Kuru, Leo, Brasserie, From, Primi, Black Bear, Casa, Versión Original, Harry’s Bar, Nueve, Juana La Loca, 80 Sillas, Cantina y Punto, Watakushi, Matiz, Criterión, El Cielo, Emilia Romagna y Astrid y Gastón, entre otros.
Vanessa Pérez Díaz 24/11/2016
EL PODER DE PAJARES SALINAS
Revista donjuan

Es el restaurante del poder en Colombia. Pero allí, nadie, no, señor, nadie, ha visto nada.
En la esquina de la carrera 10 con calle 96, en esa esquina donde un profeta anuncia ahora el fin del mundo y una pandilla de perros se enreda con una rubia de tacones altos, en esa esquina se estaciona el mercedes azul. Del lado del conductor no sale un conductor sino una especie de mayordomo inglés, tan valioso, tan formal como el Stevens de Los restos del día, que acaso sabe lo que tiene que hacer: en el baúl está la silla de ruedas. Así, el mayordomo da la vuelta, se arregla el nudo de la corbata y abre la puerta trasera derecha mientras una ventisca sacude las hojas, la falda roja de la rubia, todo. Luego el mayordomo recibe la orden de poner la silla en marcha, y avanza, avanza lento hasta la rampa del Restaurante Pajares Salinas.
De todas las voces, de todas esas voces que circulan, de esas voces que se mezclan con una música de violines, acaso la voz de Fercho sea la voz más sobresaliente. Hace un rato Fercho ha cruzado la puerta del restaurante, se ha sentado en una de las sillas de la salita, les ha echado un vistazo a los periódicos del día y luego se ha levantado y se ha quitado el saco de paño casi al frente de los cuadros de Ariza y Patiño, los pintores de la Sabana que custodian la entrada del bar.
–Buenas tardes –dice Fercho. Desde la barra le devuelven el saludo. Enseguida Luis Morales (56 años; 44 en el restaurante) lo aborda. Por definición, maître significa “amo” o “maestro”. A Morales, sin embargo, no le gustan las definiciones. Eso sí, se divierte en su trabajo y le pagan bien y no tiene hijos. Posee buena memoria pero a la hora de referir alguna anécdota (la confidencialidad sin duda es la disciplina favorita de los empleados del restaurante) se resiste a dar nombres del jet set, a contar chismes del establishment; si en estas mesas se han negociado secuestros o se han cerrado grandes negocios o si fulano viene a almorzar un día con Lady Paola o Lady Marcela y en la noche regresa con su mujer, nadie, aquí, ha visto nada, a nadie le importa, no, señor.
Esas cosas, esas cosas que todos saben, que todos prefieren olvidar. Aunque se puede saber –aquí un breve inciso gastronómico– que a Andrés Obregón Santo Domingo, ex presidente de Bavaria, le gusta el mero a la riojana y que a Luis Camilo Osorio le encanta el cochinillo. “Si uno quiere ir a la fija, si quiere por ejemplo unos verdaderos callos a la madrileña, uno ya sabe que tiene que ir a Pajares Salinas”, dice Benjamín Villegas. Sí, estas cosas se pueden saber, cómo no, un poco de gastronomía no le hace mal a nadie.
Así, Morales empieza a conducir a Fercho hacia la terraza, poniendo en práctica su calidez. “Ojalá el mesero lo saludara siempre a uno por el nombre, como lo hace Luis, de Pajares Salinas”, dice D’Artagnan. Luego Morales hace una seña; en un par de segundos aparecen un par de meseros. Después desanda el trayecto: las siete mesas del bar se han ido llenando, las conversaciones se han ido tejiendo:
–Los tres millones de dólares que compramos la semana pasada...
La voz viene de la mesa del rincón, donde han ordenado una botella de Buchanan’s. Es la voz de las conversaciones, conversaciones de peso, sí, conversaciones sobre la venta de un banco o sobre un viaje a Suiza. Uribe, el ministro del Interior, el clima, Chávez...
–Tres o cuatro familias van a traer al grupo Niche.
–Los palos de golf que le regalé le quedaron cortos.
–No importa porque la nena ya sólo va a la taberna del club.
–La última vez que viajó a Tokio hizo escala en París.
Hay otras voces, en otra mesa, cerca de la entrada, donde hay otra mesa con un viejo solitario, un viejo que espera y lee Newsweek con las piernas cruzadas; las medias de rombos estilo escocés. A la una pasada cierra la revista, toma un sorbo de whisky y levanta el brazo con excesiva lentitud. Entonces un mesero se acerca, retira el asiento y entabla una conversación pasajera antes de aterrizar en el comedor, donde Alfonso Castellanos (58 años; 23 en el restaurante) lo recibe.
El jefe de meseros lleva puesto un vestido azul oscuro –cada mesero tiene tres uniformes diferentes–, diseñado por Arturo Calle. Tal vez porque ha recibido propinas de 60 dólares –las propinas se reparten entre todos cada trimestre–, tal vez porque algunos clientes les dan regalos en Navidad –cremas, música, plata–, Castellanos sabe que si un cliente no pide nada para comenzar, el restaurante le “obsequia” una picada de la casa, un coñac, un brandy, todo depende.
Ahora, el viejo solitario va a ordenar.
En la cocina hay un olor a ajo que flota en el aire, sube por las baldosas blancas y se estanca en el techo. Hay mesas metálicas, una tabla de madera donde clavan las órdenes, un par de refrigeradores empotrados en la pared del fondo. En el centro se encuentra la estufa, y encima de la estufa hay ollas y sartenes. Hay un olor a pimentones salteados, a aceite, a cebolla, un olor espeso que sale del horno o que tal vez provenga de la mesita que da contra el ventanal –y que ofrece una panorámica del comedor–, donde ya se ha formado un desfile tentador de albóndigas de la casa, mejillones a la marinera y vegetales asados a la parrilla para la 5.
Asimismo, en la cocina hay una persona que se encarga de hacer la comida de los 25 empleados del restaurante. Le dicen el Familiar, y a las doce en punto empieza a servir el almuerzo.
–Para la 8 marcha un cochinillo...
–Para la 14 marchan unos champiñones salteados y un ceviche de corvina...
En este caso, en este día, el Familiar ha sido José Augusto Pajares (48 años; 10 años en el restaurante). Aunque estudió arquitectura, José Augusto se mueve con naturalidad en el ambiente. La tradición familiar, por supuesto, desempeñó un papel decisivo:
“Nosotros desde chiquitos, por cuenta de mi padre y de mi madre, tenemos la costumbre del buen comer. Cuando estábamos en vacaciones nos gustaba venir a ayudar, a dar una mano, y tal vez así uno terminó contagiándose de esta cosa”.
De esta cosa que viene de tiempo atrás, de los tiempos en que Saturnino Pajares Salinas, en 1953, emprendiera un viaje de Aragón a Colombia siguiendo la estela de su tío, Fernando Salinas (cocinero del rey Alfonso XIII). Con el paso del tiempo, Saturnino hizo venir a su hermano Fernando. Y enseguida fundaron Pajares Salinas.
En su primera etapa, el restaurante estuvo ubicado en la calle 21 con carrera 7. De ahí pasó a la calle 85 con 11, donde estuvo hasta 1982. En ese año se trasladaron a la carrera 10 con calle 96.
A pesar de las mudanzas, a pesar de las 18 horas diarias de trabajo durante 6 días a la semana, a pesar de haber estudiado cocina en España, José Augusto Pajares no se considera un chef, una palabra que le sigue pareciendo demasiado pretenciosa y que acaso se ajusta mejor al fundador de la tradición: “Mi padre es un chef de formación profesional. Es un tipo con 50 años de experiencia, que se puede dar el lujo de haber visto innumerables cocinas del mundo, y que tiene el manejo y el conocimiento de los productos con los que trabaja”.
–Para la 22 marchan unos langostinos a la riojana...
–Para la 16 marchan un jamón serrano y unos palmitos gratinados...
–Para la 9 marchan un róbalo a la parrilla, medallones de lomito de mostaza, steak a la pimienta...
Y sí, como en cualquier templo sagrado, en la cocina también hay un rincón secreto. Entre cajas de cartón, bolsas de plástico, un calendario digno de un taller mecánico y unas estanterías de metal repletas de bandejas y molinos y vinos –Marqués de Riscal, Barón de Chirel, Faustino de autor o Santiago Ruiz– se encuentra la mesa de la cocina. Es la típica mesa de cualquier cocina: bajita, con un mantel de lino y unas butacas de plástico alrededor. Claro, hay una diferencia: en esta se sienta a comer Andrés Pastrana o Julio Sánchez Cristo o Saturnino Pajares. Entran, saludan, comen, dan las gracias, salen oliendo a comida, como en su propia casa, sin hacer fila, sin firmar ningún libro de visitantes ilustres, sin hacer reserva, porque al menos en este restaurante no hay necesidad, lo que no implica que no hagan una reservación desde el Vaticano o el Banco Mundial, gente precavida. “Conozco 106 países y puedo decir que Pajares Salinas está dentro de los mejores restaurantes del mundo”, sostiene León Londoño, ex presidente de la Dimayor.
–Para la 8 marcha una crema catalana...
Desde la barra, desde ese faro etílico, Carlos Barrera (47 años; 31 en el restaurante) se distrae observando a los clientes. Los conoce, sabe sus nombres, qué les gusta tomar, de qué hablan. En ocasiones ha estado detrás de la barra picando hielo y sirviendo whisky hasta las tres de la mañana. Una jornada tal vez demasiado agotadora la del barman, que le gusta descansar caminando por el centro o leyendo a García Márquez, un cliente que dicho sea de paso no viene al restaurante hace más de diez años; la última vez estuvo con Mercedes Barcha y tomó vino blanco.
–La bodega te la vendo de vuelta; es tan buen negocio, y te voy a explicar por qué.
El barman, el Gordo, como le dicen –los cannelloni son su comida favorita–, les conoce los gustos: Felipe López vino blanco, D’Artagnan vino blanco, Julio César Turbay jugo de fresa. Esos gustos de las personalidades, casi todos los conoce el Gordo, incluso el gusto de Fercho por el vino tinto:
–Muchachos, un brindis por la belleza –dice Fercho.
Luego se pasa la mano por la calva. Enciende un cigarrillo y suelta el humo despacio, sin prisa, un chorro no demasiado espeso que va formando una cortina imaginaria mientras le echa una miradita a Tatiana Castro, la ex reina que no ha terminado de ordenar una soda con limón, la única mujer que a estas horas de la tarde –por el restaurante también han pasado con frecuencia Carolina Gómez, María José Barraza, Aura Cristina Geithner, Ángela Benedetti– se encuentra en la terraza. Aquí hay seis mesas, dos calentadores; a veces la euforia de ciertos clientes los incita a traer mariachis. O, para no ir tan lejos, a traer vallenatos, como hace poco hizo Julio Sánchez Cristo, que es uno de los clientes habituales, uno de los que toman ginebra.
–Hay cementerios de talibanes en el norte de la India.
– ¿El Dalái Lama vive en la frontera?
–Mi hijo económicamente está bien; y emocionalmente tiene una novia divina –dice Fercho antes de pedir la cuenta.
De nuevo las voces, de nuevo las conversaciones, esa trama caliente que se ha ido tejiendo en el vacío de la tarde, en la tarde que ya termina. Atrás ha quedado el movimiento del almuerzo; tres horas de vértigo –de 12:30 a 3:30– donde todo se mueve rápido, sin pausa, nada, hay que hacerlo ya. Sí, ahora el furor ha ido disminuyendo y la tranquilidad poco a poco se va afianzando, se va apoderando del lugar, de un lugar por donde han ido quedando retazos de historias, de copas que se estrellan, de miradas que se cruzan acaso sin demasiada picardía. Después ese silencio, ese silencio que se forma en las tardes. Tal vez ese silencio sea el final.
LUIS FERNANDO CHARRY 19/06/2013
Pajares Salinas, 60 años de boca en boca
EL TIEMPO

El emblemático restaurante bogotano Pajares Salinas celebró esta semana sus 60 años. Aunque si se tiene en cuenta que abrió sus puertas el 3 de agosto de 1956 –en plena dictadura de Rojas Pinilla–, lo más preciso sería hablar de las seis décadas de aportes gastronómicos del español Saturnino Pajares.
De hecho, uno de los actos centrales de la fiesta del miércoles fue la presentación de un libro de lujo, en el que Zuleima, su hija, recoge el legado y las recetas de este aragonés de 83 años.
Saturnino Pajares llegó al país en 1952 por Cartagena. Venía con su tío, el prestigioso chef Fernando Salinas Ballarín, que lo introdujo al mundo de los fogones. Ambos trabajaban en el Hotel Wellington, de Madrid, cuando el diplomático colombiano Jaime Jaramillo Arango los contrató para abrir El Mesón de Indias.
“Vine por dos años –cuenta Pajares–. Cuando terminó el contrato, teníamos ofertas para cocinar en el Jockey Club y en el Gun Club, pero queríamos nuestro propio restaurante”.
Salinas, el primer local
La primera sede, llamada Salinas, estaba en la calle 21 con 6a. Saturnino hacía mercado en la plaza de La Macarena, donde no había muchos de los ingredientes de la madre patria. Por ejemplo, el exitoso cocido a la madrileña no se podía hacer todos los días, porque el cordero era un dolor de cabeza. “El que se conseguía era viejo y duro. Las carnes no eran tan bien tratadas como ahora”, comenta Pajares.
Y mientras él hacía malabares en la cocina, su hermano Fernando se convertía en un anfitrión entrañable, testigo de reuniones de personajes de la vida nacional. “Cociné para todos los presidentes, desde Alberto Lleras, pasando por la junta militar”, resume Saturnino.
A mediados de los 80, ya en la calle 96 con 10a. y con el nombre de Pajares Salinas, el restaurante no tenía rival: cada día atendía a 300 personas y facturaba en promedio un millón de pesos, según registró la revista Semana.
Trece años después, a las puertas de un nuevo siglo, seguía siendo “el más tradicional y comentado de los refugios gastronómicos de la capital”, en palabras del columnista D’Artagnan, publicadas por EL TIEMPO. “En Salinas, aparte de almorzar o cenar muy bien, se conspira deliciosamente”, comentaba.
En esa época, como le había sucedido al viejo Salinas, que a mediados de los 70 regresó a España, Saturnino Pajares empezó a sentirse cansado y a añorar su país.
Sus ganas de jubilarse coincidieron con la crisis hipotecaria de finales de los 90, que afectó a su hijo José Augusto, arquitecto de profesión. La suerte estaba echada: él sería su sucesor.
José Augusto conocía las recetas de su padre porque desde pequeño lo ayudaba en vacaciones. Saturnino empezó a irse por tres meses; al año siguiente se iba por cuatro y después por cinco. Esa lenta transición le permitió a su hijo irse año y medio a San Sebastián para profundizar sus conocimientos.
“Estaba en ebullición esa búsqueda frenética por lo novedoso: espumas, sifones, esferas (cocina molecular). Aunque me dio muchas herramientas, decidí seguir la línea de la cocina tradicional española”, cuenta José Augusto, que en 1997 se convirtió en el chef del restaurante.
¿Pero cuál es el secreto del éxito de Pajares Salinas? Saturnino, radicado en Marbella, responde: “Es el resultado de la coordinación en todos los sentidos: los proveedores, la gente que recibe a los comensales con delicadeza y la formación profesional. Todo eso influyó en una clientela que iba divulgando su impresión a los amigos”.
REDACCIÓN CULTURA Y ENTRETENIMIENTO 15/06/2013
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